José Ángel Guedea Adiego
8º Dan de Judo

¡Es que me tiene miedo maestro!, me dice un alumno cinto marrón, con aire de superioridad, cuando tengo que corregir al amarillo con el que está “jugando”, porque mantiene una actitud y postura defensivas.

Y refiriéndome al marrón pienso, “este no ha entendido nada”, y le digo:

“¡No puedes hacer que nadie te tenga miedo cuando haces con él! ¡Es un amarillo!, no puedes alardear de que te tenga miedo.

En el momento de hacer Judo en el momento de jugar, al tener más nivel que él, tienes que tratar que se sienta cómodo, tienes que transmitirle confianza y ganas de seguir haciendo”.

Es emocionante durante las sesiones y es lo habitual, ver como los veteranos y cintos más altos, tratan de ayudar, ayudan y enseñan cuando alguien no tiene claro como desenvolverse en algún movimiento

Cuando digo empezamos a jugar en mis sesiones, me refiero a empezar haciendo yaku soku geiko. Entra uno, entra otro, e indico que dejemos entrar… y si el movimiento esta bien hecho y procede caer, se cae, si no, se esquiva, se contra, pero no se pelea, se juega. Cada uno busca hacer sus movimientos, intenta conseguir que le salgan, hacerlos y sentir que salen bien, encontrar sensaciones…

Una de mis consignas cuando empezamos a jugar es “dejar trabajar”. Con ello no quiero decir que haya que dejarse tirar, sino que, para que todos podamos progresar, dependiendo con quién hagamos, la forma de trabajar tiene que ser distinta. Si hacemos con alguien más ligero o de menor nivel, podemos dejar que intente sus movimientos y yo puedo aprovechar para trabajar las defensas, esquivas y contraataques ante una entrada no especialmente fuerte. Si los rivales son de un nivel similar entonces el trabajo es randori normal.

Si es de un nivel superior, el de menor nivel, tratará siempre de aplicar sus técnicas y proyectar, pero atendiendo y fijándose en sus reacciones y aprendiendo de su forma de responder y defender los ataques.

Cuando lee este borrador mi alumno David Crespo conocedor de la trayectoria del club y de sus resultados en la década de los 90, y presumiendo de cómo se tenía que entrenar para conseguirlos, me dice: Y en la década de los 90 el que tenía miedo, ¿qué?

“Castígame con lo que quieras, pero no me borres de Judo”, me cuenta la mamá de Adrián, que le dice este con siete años, cuando en casa, ella está pensando en como sancionar un comportamiento. Y no voy a negar que, en ese momento, Adrián, para mí “sube puntos”.

“Totalmente prohibido insultar y hacer burlas”. Y con esa premisa, enunciada a principio de curso y cuando procede, que todo el mundo entiende y acepta, todo va mejor.

Adrián, y todos, han encontrado un ambiente en el que se encuentran bien. Por norma nadie puede molestar, ni insultar, y todos lo pasan bien aprendiendo, practicando y “jugando” con los movimientos de Judo.

¡Pásalo bien!, es una frase que escuchamos muchas veces los Profesores de Judo, dirigida a sus pequeños, por parte de los que acompañan, cuando nos los dejan en el club antes de la sesión.

Y ha provocado este artículo, la situación del cinto marrón con el amarillo, que me ha hecho pensar en todos los miedos con los que nos enfrentamos y pasamos los Profesores de Judo en nuestro día a día, en nuestro vivir.

Y es un miedo, que no se si podemos llamarlo así, porque está disfrazado siempre de mucha ilusión.

Recuerdo las primeras veces que fui a competir. Quería hacerlo, quería participar. Y se acercaba el momento, y los días anteriores, y junto a mis compañeros y a nuestro nivel nos preparábamos, entrenando con fuerza, pero siempre rodeados de una incertidumbre importante.

Las primeras veces, la noche anterior, costaba conciliar el sueño. Era una sensación a un no saber que podía pasar. Una responsabilidad que pensaba que asumía. Un momento en que tenía que saber aplicar todo lo que había aprendido. Y si no podía o sabía, era miedo, ¿a qué?, ¿a perder, a hacer el ridículo?, ¿a hacerme daño?…

Los siguientes miedos o incertidumbres que puedo recordar son ya cuando comencé a impartir clases de Judo. Era cinto marrón, un marrón de entonces, imaginad el nivel.

Recuerdo cuando con mi amigo Jesús Sánchez, él tenía las cosas muy claras y llevaba la voz cantante, nos entrevistamos con algún director de colegio, entonces no existían las extraescolares, y teníamos que explicar que era el Judo, que es lo qué queríamos hacer, cuando y cómo lo queríamos hacer, qué necesitábamos, y a qué nos comprometíamos.

Los siguientes miedos, una vez comenzadas las clases, eran las exhibiciones y demostraciones en Navidad o fin de curso. Afortunadamente, estos actos, salían siempre bien y eran siempre motivo de satisfacción por parte de todos.

Luego, las competiciones en que participaban nuestros niños. Referido a los estudios se decía:

“Si el niño aprueba es que es muy bueno, si suspende es que el profesor es malo”.

Y más miedos cuando decidimos abrir un club. El primer local en alquiler, pero había que habilitarlo. Y cumplimentar todo tipo de papeleos, con el arrendatario, la administración, la gestoría, y con los gremios: letras de fontanería, instalación eléctrica, albañilería, tatamis…

Y además con la incertidumbre, ¿tendrá aceptación?, ¿tendremos gente?, ¿tendremos niños?, ¿saldremos adelante?…

Entonces, sí que tuvimos noches en blanco, agobiados y pensando donde nos metíamos.

 Y todo esto aderezado, con relaciones a veces fáciles y a veces no tanto y de todo tipo, con AMPAS, direcciones de colegios, federativos, con amigos, con Profesores, con alumnos, con padres de alumnos…

Y un miedo importante en mi vida como Profesor de Judo fue la primera vez que fui a Japón.

Esto fue en 1990 con mi alumno Manuel Orgaz. A Orgaz ya lo había mandado dos veces en dos veranos anteriores y esta vez decidí ir con él.  

Los párrafos que siguen, los escribí en su momento, refiriéndome a este viaje.

“A mí se me planteaba un problema. Yo tenía 36 años. Para ir como deportista era muy mayor. Para ir como profesor era muy joven. Yo personalmente quería ir, entrenar, tener las sensaciones que un judoka pudiera tener al entrenar allí. En Zaragoza tuve la fortuna de tener un muy buen profesor, que hizo que me «enamorase del Judo», me enseñó y motivó a moverme por cursos y a aprender de todos, y me contagió la pasión de enseñar.

Entonces técnicamente tenía un cierto nivel de Judo que para desenvolverme en mi circulo, pasar mis exámenes de cinto, los cursos de entrenadores, asistir a cursos demostrando cierta soltura no tenía problemas, me había esforzado siempre todo lo que había podido por ir superándome, pero claro con mis medios, mis limitaciones.

Como judoka, como competidor, aparte de no ser y no haber sido nunca un «dotado», el hecho de estar en Zaragoza, un lugar pequeño en cuanto a Judo y sobre todo en la época a la que me estoy refiriendo, no me daba posibilidades de entrenar ni más fuerte ni con más oponentes fuertes siempre necesarios para subir el nivel de competición. Mi palmarés deportivo a nivel nacional no había pasado de conseguir alguna medalla de plata y bronce en campeonatos de España universitarios y militares.

Con 36 años y estos antecedentes ¿cómo me presentaba en Japón?, ¿en qué condiciones? ¿Cómo explicaba que yo quería entrenar? ¿Cómo iban a entender que un extranjero de 36 años, entrenador de un judoka que ya conocían y se había hecho un hueco allí, que ya estaba considerado, que había demostrado un cierto nivel, se metiera allí a entrenar con sus chicos?

Todas estas preguntas y muchas más, eran las que me venían a la cabeza desde que decidí realizar mi viaje a Japón.

Planteamos el viaje y a primeros de septiembre salimos de Madrid vía Bangkok con destino a Osaka Manuel y yo. Para él era un viaje ya conocido y mucho más ameno esta vez porque iba acompañado. Para mí un viaje que me ilusionaba pero que me imponía por todo lo que he dicho antes. Yo permanecería alrededor de un mes y Manuel dos semanas más. Conforme se acercaba el momento de la llegada yo más quería retrasarla por todo lo que me imponía el hecho de no tener claro cuál iba a ser mi «función» allí. ¿En calidad de que iba?…”

Luego, todo se solucionó. Pude asumir allí mi rol de Profesor de Manuel y participar en los entrenamientos, como finalmente quería, pero reconozco que durante todo el viaje y en el avión todo eran incógnitas.

Y más miedos, cuando Alejandro Blanco me propuso para el puesto de entrenador nacional del equipo juvenil y luego fue del júnior.

Como entrenador nacional, se me encomendaba una responsabilidad que yo quería hacer bien, pero que por la forma de funcionar de la FEJYDA era muy complicado. De allí mis miedos.

De todas maneras, traté siempre de conocer a los pupilos que me tocó acompañar, e intenté ayudarles hasta donde pude.

¿Y mis miedos actuales? Los mismos que pueda tener cualquier Profesor instalado y entrado en años.

Con la incertidumbre de hasta cuándo podremos seguir y aguantar. Ya no nos quita el sueño tener más o menos alumnos. Nos quitó el sueño la última vez, los meses que pasamos confinados, sin poder salir de casa, y con el club cerrado debido a la pandemia.

Pero ahora, nuestros miedos cada día son otros. Son esperar que acudan nuestros alumnos. Esperar que vengan, pero más por ellos que por nosotros, porque los que vengan no se encuentren solos, y puedan hacer.

Y seguir siendo capaces de comunicar, motivar, dirigir y asistir y seguir viviendo el Judo, como hasta ahora hemos hecho, con nuestros alumnos.

Conseguir que se encuentren bien, y que salgan satisfechos de cada sesión y sobre todo, que no se hagan daño, para que una lesión les haga cambiar su ritmo de vida.

Estos, son algunos de nuestros miedos con los que nos enfrentamos.