José Ángel Guedea Adiego
8º Dan de Judo
“A veces la vida nos regala la oportunidad de saber que somos o hemos sido importantes para alguien, y eso justifica nuestra existencia en el mundo”. (Francés Miralles)
En una de mis últimas citas con mi alumno David Crespo, al enseñarle unos videos entrañables que me había mandado Saúl Nafría, de sus niñas estando de vacaciones, y decirle yo, lo que me gustaba ver a Saúl feliz en su papel de padre, me comentaba David, lo importante, que él apreciaba, que había sido Saúl en mi vida. Y entendiendo que es cierto y que es así, me sale decirle:
Todos, cada uno en vuestro momento, habéis sido importantes para mí, y muchos, muchas veces, referentes.
Cuando aparece un niño nuevo en nuestra clase, por supuesto que nos preocupamos de él, de que le guste el Judo y de que salga satisfecho de cada sesión, pero al principio nos da un poco igual. Es un niño más. Conforme va aprendiendo, se va esforzando, le van saliendo los movimientos, y vemos como el Judo le va encandilando, nos sentimos identificados con él. También nosotros en su día pasamos por esa fase, que recordamos con nostalgia, de aprendizaje con el Judo, y empezamos a quererlo.
Y como:
“Cuando quieres a una persona quieres saberlo todo sobre ella”, intentamos, como dice el zorro en el Principito, “domesticarlo, crear lazos”.
Y nos preocupamos más por conocer todo lo que hace, y queremos saberlo. Donde vive, qué estudia, en que colegio, en qué ambiente se desenvuelve, la profesión de sus padres, su relación con ellos, y empezamos a entrar en su vida y también dejamos que él nos conozca un poco más. Se empieza a hacer importante. Empieza a ser alguien para nosotros.
Siguiendo con el Principito, “de pasar a ser un muchachito, semejante a cien mil muchachitos y no necesitarlo, y él tampoco a nosotros, a necesitarnos y a tener necesidad el uno del otro y ser únicos en el mundo”.
Los Profesores de Judo, cuando empezamos a tratar con un alumno de pequeño, vamos viendo cómo se desenvuelve y nos vamos sintiendo responsables, en un primer momento del Judo que va haciendo y de cómo se conduce en las sesiones, para poco a poco, conocer cómo se comporta fuera de ellas.
Y conforme se va esforzando, se entrena más, y se va ilusionando, lo vamos conociendo, y sentimos que queremos ayudarle.
Trabajamos juntos, primero objetivos deportivos, de aprendizaje de técnicas para ir progresando y pasando de grado, y planteamos objetivos de competición cuando decide competir y compite, y todo esto nos va llevando a conocernos mejor.
Metidos en el mundo de la competición, lo llevamos y le acompañamos desde sus primeras salidas, le apoyamos en sus combates, evaluamos sus actuaciones para corregir errores y afianzar aciertos, y retomamos el entrenamiento, creando un calendario, un programa de entrenamiento con arreglo a sus necesidades que ayudamos para que pueda cumplir.
Facilitamos más horas de entrenamiento, le acompañamos a cursos y concentraciones, viajamos a entrenar a otros clubes, asumiendo muchas veces, sin importarnos, los gastos que todo esto ocasiona, y lo hacemos encantados porque es nuestro judoka, y si él responde, hacemos lo que haga falta para que esté bien.
Hemos creado “lazos con él”, se ha hecho un hueco, y en nuestra vida, se ha hecho importante. Por eso también, fuera del ambiente deportivo, nos sigue importando y nos preocupamos de él.
Y queremos saber cómo le va en los estudios, cómo es su vida personal, qué proyectos tiene, qué ambiciona…
Creo que fue el Profesor Juan Cotrelle al que le oí comentar en su día como variaba la relación entre Profesor y alumno a lo largo de la vida deportiva: en primer lugar cliente, luego alumno, para terminar siendo amigo.
En su momento, escribí recordando mis comienzos, una anécdota a raíz de una tradición que el grupo de adultos tenía en el club donde yo empecé, al finalizar el entrenamiento.
“Mis primeros contactos con la cerveza, fue cuando practicando Judo, comencé a quedarme a los entrenamientos “de mayores”. Tendría 17 años y luego, el grupo capitaneado por Ángel Claveras al principio, luego fuimos autónomos, pasábamos a, se llamaba Espumosos, una cervecería cerca del Northland, especializada en cerveza con limón donde tomábamos una caña con limón.
En aquellos tiempos, mi asignación semanal me daba escasamente para mis gastos personales y habituales, y casi siempre era Ángel o si no cualquiera de los mayores los que pagaban esas cañas.
Recuerdo que al no poder invitar nunca, me sentía incómodo, y una vez al terminar el entrenamiento, me escabullí del grupo y me fui a casa.
Al día siguiente cuando antes de la sesión, me encontré con Ángel, que se lo olió, vino hacia mi, me dio unos golpes en el pecho y me dijo: “no vuelvas a marcharte sin decir nada, si tienes que irte te vas, pero si yo tengo para tomar una cerveza… tu también”.
Nunca se imaginará Ángel cómo me marcó ese día”.
Ese día, seguro que me hizo sentir “alguien”.
Y a menudo me encuentro una situación similar
¡Déjame pagar a mí maestro!, dice mi alumno Sergio Gayan, tras una sesión de musculación por la mañana, después de pedir los cafés.
¡Que no me habrás invitado, veces, a cafés en mi vida! Ahora déjame a mí.
Porque en nuestra vida, nuestros alumnos para nosotros, y nosotros para nuestros alumnos, en su momento, todos hemos sido importantes.